Etiqueta cultural

Como la anterior del mismo sitio, tuve que esperar a que la persona del paraguas se pusiera en el lugar correcto (deambulaba por la zona en busca de clientes) y se quedara solo. Sí, tuve que esperar varios minutos, hay que ser paciente. Al procesarla me di cuenta de como los símbolos, los colores y las formas establecían posibles mensajes que según convenga podían usarse en nuestra cultura de forma muy concreta.

Es lo malo que tienen las etiquetas, dejas fuera demasiada información para que lo podamos manejar. Ese reduccionismo hace que, esas etiquetas, adquieran por sí mismas valores que permiten jugar con ellos de forma torticera (si eres retorcido). Hice la foto por las formas y los colores. Lo sé, seguro que mi mente interior, esa alma desalmada y en ocasiones luminosa y desconocida, me la jugo y me gastó esa pequeña broma. En otras culturas, seguro que la gente puede quedarse indiferente. Aquí ese camino negro entre la cruz dorada y ese paraguas rojo puede dar lugar a muchas interpretaciones. Hay más claro, ese arriba – abajo o la conspiración que hace que tus ojos te lleven a la cruz dorada…

La pequeña reflexión es que las cosas no son simples, casi nunca lo son. Escoger un lugar, un color, una forma o un camino tiene detrás un largo, y a veces maquiavélico, recorrido lleno de trampas que pueden manipularnos a poco que te relajes.

© Ricard de la Casa – Imagen (julio 2019) y texto (enero 2020).

Puede verla en grande en mi galería de FLICKR y tambien en la de 500PX

El reloj de los fantasmas

Ellos, los turistas, estaban quietos. Esperando con la mirada alzada. Observando como las dos agujas reclamaban el punto álgido y apuntaban al cielo.

Cada sesenta minutos el reloj exigía en secreto sus mártires, sus victimas, el sacrificio.

Con la primera campanada, los cuerpos solo temblaron. Apenas una leve nota musical en el concierto de un único instrumento.

Un áspero suspiro se esparció desde cada garganta, elevando un ligerísimo gemido, casi inaudible. Ondas concéntricas que susurraban un último adiós. Motas de polvo en un mar de castillos de arena que se derrumban.

Ineludible, antes de que el anterior tañido agotase su repertorio de graves, un nuevo estallido se añadió y fueron sumando esfuerzos intangibles. Ferocidad tras ferocidad.

Inapelables, con las siguientes campanadas, las figuras perdieron contenido. Se fueron difuminando. Nadie gritó, ni corrió, ni hizo aspaviento alguno. No parecía importarles. Agotaron su futuro, apenas sin presente y un pasado distante que eran incapaces de recordar.

Los aromas tomaron atajos por los sumideros, huyendo de sus amos. Perfumes, sudor, hedor y pestilencias se desvanecieron.

La materia se hizo transparente al paso del golpeteo seguro, lento y metódico de los tañidos.

Las figuras exhalaron esencia vital por sus poros. Remolinos de sustancia se elevaron.

Al pasar la sexta, la mayoría era un borrón traslucido y los sonidos se fueron amortiguando. Los colores perdieron textura y saturación.

La chica de verde se resistió. Un leviatán, en vano, intentó protegerla de todas y cada una de las olas que el campanario enviaba en su busca.

Al llegar la décima, la plaza aparecía casi despejada. Una leve bruma se resistía a disolverse agarrada a las viejas y húmedas piedras del lugar.

Al llegar la doceava, prístina, la plaza lucía orgullosa un vacío crepuscular. Lenta e inexorable la última reverberación desapareció escondiéndose en cada rendija y orificio.

Un leve parpadeo. Silencio. Quietud.

Satisfecho, el reloj, espero a la siguiente remesa.

© Ricard de la Casa – Imagen (julio 2019) y relato (enero 2020).

Puede verla en grande en mi galería de FLICKR y tambien en la de 500PX