El bosque, casi cualquier bosque, no ha perdido un ápice de su magia. Hablo de esos bosques feroces, salvajes que no han sido maltratados por los humanos. Inaccesibles para el común de los mortales.
Son ellos quienes deciden quién entra y quién se conforma con un sucedáneo.
Entrar en un bosque, es como traspasar una línea etérea y dejar atrás la vida que conocemos. La permuta es difusa. Cambia sin brusquedad, metro a metro. Cuando queremos darnos cuenta estamos rodeados de un muro que nos oculta del resto del mundo. La temperatura baja, en la atmósfera percibes una calima que te encoge.
Te sientes aislado, pero no encerrado. Solitario, pero no abandonado.
No hace falta ver unicornios, ni elfos. Sus habitantes no son seres mitológicos conocidos.
La vegetación exuda algo parecido a perfume. Olisqueas y barruntas que has viajado de golpe mucho más lejos de lo que tus sentidos creen.
Sabes que ya no estás en casa.
Logras identificar el ruido sordo que hace una eternidad percibes. El murmullo crece cuando te acercas. El torrente baja cargado de agua transformada en una furia de espuma.
Las carcajadas del agua remolonean en tus oídos y ocultan el resto de sonidos. Por el rabillo del ojo notas movimiento. Atisbas algo, pero no te atreves a girarte.
Avanzas con cautela y vas descubriendo paso a paso, lugares a los que no das crédito. No podías imaginar que eso siquiera existiera. El paisaje se desdibuja, se hace esbozos, se retuerce en un lienzo de colores y texturas.
En algún momento te despojas de la preocupación por si te pierdes. Dejas de mirar atrás para memorizar el camino. A veces alguna rama seca cruje y se rompe a tu paso, despertando viejos instintos. En algún trecho la luz se desvanece, lugares sin apenas claridad. Los arboles se cierran sobre ti, las zarzas sellan espacios y te impiden avanzar más que por una senda imperceptible hecha de pequeños destellos. El suelo es un cielo estrellado.
La naturaleza te agarra, sujeta tu alma. Te susurra canciones olvidadas. Nombres confinados en el fondo de tu mente surgen incontenibles.
Y es en esos momentos, cuando puedes llegar a imaginarlos. Allí están esos fantasmas de tu vida. Sonríen sin mirarte, siguen ocupados en sus quehaceres. Intuyes que saben que estas allí. No parece que les molestes. Es como si el lugar compartiera dos realidades contiguas, pero diferentes. Manantiales de vida equidistantes. Casi les oyes y dejan que te quedes allí quieto, observando. No están todos, ni siquiera aparecen juntos. De forma aleatoria hoy transige uno o dos. Si tienes mucha suerte, quizá en otro momento u otro día, otro consienta.
La magia se diluye, sabes que tienes que abandonar el lugar, alejarte. Dejar que esos mundos que por un instante han compartido tiempo y espacio, vuelvan a emanciparse. No sabes si ese prodigio se manifestará de nuevo.
Con pesar notas como tus pies, con vida propia, dejan de avanzar y cambian de dirección.
Solo te queda la esperanza de encontrar, algún día, ese bosque, esa senda que ya no distingues e iniciar una nueva travesía.
Sabes que se ha acabado el tiempo de los milagros y te das la vuelta.
© Ricard de la Casa – Texto, imagen y galería de fotos – mayo 2020.
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