Tócala otra vez Sam

Dejo el coche en un aparcamiento sucio, viejo y demasiado oscuro. Apenas se ve la garita justo al comienzo de la rampa. Una persona anodina, con una camisa de lana y manguitos la atiende. No dice palabra. Salimos, somos cuatro, Eloi, Manu, Ricard y yo. Vamos a un restaurante que está justo al otro lado de la calle.

Justo cuando llegamos a la salida me entran ganas de mear y resuelvo regresar. Estoy seguro de que habrá unos urinarios. Decrépitos, malolientes pero vacíos. Los prefiero, no soporto a la gente.

Le pregunto al hombre fantasma de la garita. Hace un ademán, señala el ascensor y me dice “abajo”. Al abrirse las puertas me encuentro una ascensorista. Entro.

—Hola, me llamo Kubelik, Fran Kubelik —me dice y añade tras una larga pausa—. Bienvenido.

Solo veo un botón, además de Planta y siete espacios vacíos entre el cero y el ocho que parece un tres de lo gastado que está. Parece que los han quitado o mejor que nunca los han puesto. La puerta del ascensor se cierra y Fran se apresura a pulsar el botón ocho. Se enciende una luz roja que rodea el botón. Descendemos. El viaje se hace eterno.

Hace calor. Hace siglos que hace calor.

Se abre la puerta y me asusto. La pared de enfrente está a menos de 50 cm Es un simple pasillo atestado de gente, de pequeñas cajas amontonadas unas encima de las otras en precario equilibrio. Quieren formar un rompecabezas paralelo a la pared que ocultan. Se mueven solas.

—Que tenga un buen día —me saluda la chica de sonrisa triste.

A mi derecha un muro de cemento gris terroso cierra el pasadizo. Las paredes y las cajas rezuman agua, en el suelo hay pequeños charcos. Me dirijo a la izquierda. Tengo que ir apartando a la gente para avanzar. Allí se abre un poco más, pero también hay más gente. Varias personas me miran como si me reconocieran, me saludan con un ademán y siguen hablando entre ellos.

Un hombre con boina y barba de varios días está recostado, indolente, contra la pared justo al lado de una puerta de hojas. Parece un capitán de barco, un lobo de mar con su chaqueta parecido a un capote de gruesa lana. Da grima verle tan abrigado. Me mira fijamente. Me saluda e inclina la cabeza.

Empujo la puerta y entro en los lavabos. Allí hay ocho puertas que dan a sendos excusados. Parece que haya más gente de la que realmente cabe, hombres y mujeres, pero no doy mucha importancia a ese hecho. Hablan susurrando, todos fuman largos pitillos blancos. Se callan, se quedan unos segundos mirándome y reinician las conversaciones. La atmósfera está cargada de humo. A un hombre mayor, el que está más cerca, le cae una gota de sudor por la frente pero ni se inmuta. Le recuerdo, es el doctor Edgemar.

Sigo teniendo calor y me da la sensación de que yo también estoy sudando. Me desabrocho la camisa.

La luz son dos simples fluorescentes. Uno de ellos falla de vez en cuando y emite un ruido seco parecido a un chasquido, casi un disparo de una Remington 51. Vibran ligeramente como si le costara mantener la potencia. Nos quedamos a oscuras y de repente la luz regresa, pero la gente se ha quedado congelada. Pasa el tiempo y todo la actividad se reinicia como si fuera una mala película, como si estuvieran repitiendo eternamente la misma escena, los mismos gestos, las mismas palabras.

El olor es nauseabundo, hacer rato que he dejado de respirar. Quizá vomite. Logro identificar la música, es Moby, pero no puedo recordar la puñetera canción. Habla de un corazón dolido.

Todos los retretes están ocupados y espero a que se vacíe alguno. Como mucho allí caben ocho personas, y alguno más de pie esperando. Sin embargo, la sensación es que allí hay una multitud. Todos se mueven a mi alrededor, nadie se está quieto. Entran y salen de los lavabos sin darme tiempo a colarme en alguno. Justo entonces un joven se acerca, se pone a mi vera, me saluda y empieza a hablar. Le hago una sonrisa forzada, no le entiendo, habla algo incomprensible. El resto de la gente va a su bola, no hay ni una maldita indicación de que allí pase nada extraordinario.

Cuando lleva un par de minutos como una ametralladora Moisin-Nagant se levanta y me arrastra fuera de los meaderos. Salimos a la estancia anterior. Veo el mismo pasillo con el ascensor, aunque ahora parece que se ha estirado y es más largo. Justo en el ángulo, donde no me había fijado hay una pequeña puerta. El joven me hace una seña de que le siga, entra sin esperarme y desaparece de mi vista.

Tengo tanto calor que me quito la camisa y la dejo encima de una de las cajas. El techo casi me roza la cabeza. Empiezo a sentir claustrofobia

Apenas pasa un instante cuando alguien se acerca y me pregunta algo. Tampoco puedo entender la pregunta. De los lavabos sale una señora entrada en años, unos mil. Las arrugas de su cara parecen surcos en un campo recién labrado. Sus ojos son dos pozos lóbregos. Le coge de la mano y se largan juntos. Me dirijo de nuevo a los lavabos, aún no he podido soltar lastre y siento unas ganas incontenibles. Esta vez lo consigo, hay una puerta vacía, aparto a la gente que quiere entrar y me cuelo. Oigo sonidos airados tras la puerta.

Las paredes están llenas de grafitis y mensajes a cual más obsceno. Hay un agujero sin fondo en el suelo y la pared de enfrente es un espejo impoluto. No tengo más remedio que mirarme A pesar de estar frente a él, me veo de lado. Ni siquiera distingo la puerta de atrás. El fondo es tenebroso. No recuerdo que estuviera fumando, pero llevo colgado un cigarrillo encendido. Es extraño, no tengo constancia de haberme manchado. La barba ha adquirido un tono azul fluorescente. Tampoco recuerdo que llevara pendientes, nunca he cruzado el cabo de Hornos. Me gustan. Acabo y salgo. El lugar sigue igual de abarrotado. Algunas personas entran corriendo en el retrete del que acabo de salir. Es imposible que quepan allí dentro. A mi lado pasan dos señoras vestidas con largos vestidos de época. Una de azul celeste y la otra de rosa. Llevan pelucas rubias con tirabuzones. Van completamente empolvadas, como si estuvieran en la corte francesa del siglo dieciocho. Con el rabillo del ojo busco a cualquier Luis con la flor de lis en la mano. Tras ellas, tres mosqueteros también con peluca y empolvados. Ni me miran. Atisbo en sus caras a mis acompañantes que deben de estar esperándome en la calle, aunque es posible que hayan entrado a cenar. Han pasado horas, al menos esa es la sensación que tengo. Salgo de nuevo al pasillo del ascensor y observo el lugar. Un hombre con un sombrero de bombín y traje de pingüino me señala una puerta justo al lado del ascensor. Estoy seguro de que cuando he bajado esa puerta no existía.

Quiero coger el ascensor, subir y reunirme con mis amigos. No puedo. La puerta ejerce una tracción sobrehumana.

Ni siquiera pregunto. Para entrar debo ponerme de lado y empujar, ya que es demasiado estrecha. Dentro hay una serie de mesas a lo largo de una linea imaginaria, con cristalería soplada de Murano. La luz es indirecta. Parecen candelabros pero están apagados y la luz proviene de algún lugar indeterminado. No hay ventanas. Me recuerdo que estamos a ocho pisos por debajo de un aparcamiento subterráneo. Hay cuatro chicas y cuatro chicos vestidos con plásticos fluorescentes que se me quedan mirando, pero tampoco dicen nada. No soy invisible porque me miran, están jugando al Black Jack en una de las mesas. Falta el crupier.

Me quedo quieto esperando y recuerdo que había bajado solo para mear y que mis amigos me están esperando. Salgo con muchas estrecheces por la mísera puerta que parece haberse encogido varios centímetros. Debo soltar aire y agachar la cabeza para cruzarla.

Necesito salir al exterior. Tengo que escapar.

Fuera está el mismo hombre, se ha cambiado de ropa. Ahora me recuerda al capitán Ahab, el del libro o mejor el de la película, claro que es un estereotipo y por tanto eso no tiene ningún valor.

Me entra un sueño terrible y se me cierran los ojos. Le pregunto al capitán un simple ¿dónde? sin especificar nada más. No me parece necesario ni congruente.

Me señala la misma puerta por la que acabo de pasar, manifiestamente más pequeña que antes.

—¿En cualquier lugar? —le pregunto como si ya lo supiese todo.

—Si, no te preocupes, aunque tendrás que compartir la cama con alguien, no estoy seguro de quién habrá en este momento —me mira fijamente y me susurra—. Deberías darte prisa chico si quieres cruzar.

Lo hago sin pensar en lo que me ha dicho.

Tras un par de intentos y sacarme un paquete que no recordada llevar en el bolsillo porque no podía pasar con él, logro entrar. Todo lo que recuerdo de antes ha desaparecido. Pensaba que me iba a encontrar con una cubierta llena de hamacas colgando de baos pero no, parece un vagón de tren con literas y cortinillas en columnas de cuatro desde el suelo. No parece que tenga fin, se alarga mucho más allá de lo que la realidad debería indicar. Aparto un par de cortinillas, pero las camas están ocupadas. En la tercera hay una fiesta, oigo risas y el tintineo de vasos y botellas. No logro saber cuanta gente hay dentro, paso de largo. Me cruzo con dos gánster con cara de boxeadores, ni me miran ni me saludan. En la cuarta, aunque está ocupada decido entrar. No consigo ver la persona que hay dentro, pero se aparta diligentemente para dejar espacio. Me tumbo y me quedo dormido de forma instantánea.

Me despierto en mi cama, en mi casa. Son las seis de la tarde. Tan solo ha sido una siesta extraña, con un sueño insólito, que decido transcribir antes de que la bruma lo borre de mi cabeza.

Mientras lo escribo en el Evernote me llaman por teléfono y descuelgo. Es Manu, me comenta que los pase a recoger. Que esta noche iremos a cenar a un nuevo restaurante en la parte baja de la ciudad.

—¡Hacen las mejores hamburguesas! Al, Patxi y Oscar nos están esperando.

Tengo un déjà vu y ya sé lo que va a ocurrir. Así que antes de salir vacío la vejiga y no bebo nada para estar despejado. Tengo claro lo que no voy a hacer.

Mi teléfono pita. Ya tengo la copia del texto.

Antes de salir del lavabo me miro en el espejo. Tengo la barba azul y no recuerdo cómo ni porqué. El sempiterno cigarrillo cuelga y se consume en mis labios, pero no sale humo. Sigo sin recordar cuando lo he encendido. Aún me veo desnudo, de lado y con el pendiente. Me visto y salgo.

Los recojo y vamos por la zona vieja. Están callados. No hay tráfico, no hay gente por las calles. Llegamos al restaurante y nos indican una rampa para aparcar el coche. Bajamos, lo dejo en una plaza libre y empezamos a subir. Justo hay una garita con un hombre que nos mira sin decir palabra. Una persona anodina que luce una camisa de lana y manguitos como si estuviera en una oficina.

Cuando llegamos arriba siento unas ganas terribles de mear. Sé que los lavabos del restaurante están más cerca y están más limpios. Pese a todas mis prevenciones y miedos me giro y empiezo a bajar. Les digo que no me esperen, que vayan entrando y que vuelvo enseguida. Esta vez estoy casi seguro de que no regresaré.

© 2015 Ricard de la Casa

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