Bullidor de la llet

Ayer, tres de junio fue un día especial (2021). Tras 18 meses pude salir con un grupo de amigos a hacer fotos. Viven lejos, en la costa. Proponemos un punto de interés y quedamos para una jornada fotográfica (de día o de noche). A principios del 2020, tuvimos que parar. Nuestro mundo tuvo que hacer un cambio forzado, mirarse el ombligo y comprobar que no somos tan invencibles. Ahora ya saben porqué no nos vemos visto en tanto tiempo.

Cuando era pequeño, Ángel, mi padre, nos llevaba por todas las fuentes y pozas (aquí les llamamos gorgs) que eran accesibles en el contorno de Barcelona. Sí, eran otros tiempos, les estoy hablando de hace unos sesenta años. A la mayoría les he perdido el rastro, o han desaparecido engullidos por la civilización (dicho con sarcasmo). Tengo memoria de algunos a través de las fotos que Ángel hacía (y que aún conservo). La mayoría eran lugares mágicos (o eso me parecían a mi). Tenían una belleza que yo no podía disfrutar en toda su expresión (no tenía experiencia ni estaba predispuesto para ello). Mis intereses estaban en otras cosas.

Este que ven, llamado el Bullidor de la llet (Hervidor de leche) debido a la espuma blanca constante que surge de la roca, lo visitaba por primera vez. Lógico. Esta en la sierra del Cadi (si quiere el punto exacto puede ir a mi FLICKR y allí lo tiene posicionado), cerca de Bagà. Justo al principio había un cartel con avisos varios. En una línea había uno que aún no había visto escrito. Siempre lo supones, pero es interesante verlo por escrito. Decía que en toda la ruta no había cobertura, de ningún tipo. Ni siquiera funcionaba el 112. Lo comprobé un par de veces y era cierto. Es curioso como la tecnología nos hace tan dependientes.

Hay poca distancia, unos mil quinientos metros, pero engaña. Tras dejar el coche, queda por delante un sendero estrecho, agreste. Intercambiando momentos donde crees que estas en otro mundo. Dejas de ver el cielo y la vegetación se cierra formando cuevas verdes débilmente iluminadas. Solo algún rayo de luz, desvergonzado, se atreve a atravesarlo. Al inspirar, sin sutiliza alguna, el olor a musgo, a humedad, a vida… penetra. Recuerdas que no estás acostumbrado a un aire tan limpio y puro.

En otros, muros de piedra, roca desnuda, se abren ante ti. Forman autenticas olas que recuerdan el violento pasado de la corteza terrestre.

Es fácil comprobar como en estos meses la naturaleza ha vuelto a reclamar sus posesiones. Hay lugares en los que debes intuir, casi, la huella humana. Ni siquiera estas seguro de si eso que pisas es la vereda correcta, un atajo o un ramal que no lleva a ninguna parte.

La luz desempeña un papel importante (sí, lo sé, me repito). El camino de ida y vuelta se transformó, gracias a ella, en dos sendas diferentes. El ángulo de los rayos del sol incidían de forma diferente y transformaban la realidad que observabas. Todo, en 360 grados, estaba lleno de pequeños detalles increíbles. Es posible que los duendes andaran cerca y les gustara gastarnos alguna broma.

Omnipresente el rugir del agua. La oyes, pero apenas la ves. Durante la mayor parte del trayecto es invisible. A veces aumenta el volumen hasta ser casi ensordecedor. En otras es un leve murmullo lejano que te deja escuchar a los pájaros trinar.

Los últimos metros son espectaculares. Un canal entre dos muros de roca formando una uve guía el agua en línea recta con una pendiente constante de unos siete grados y tras ellos descubres el lugar encantado. Dos surtidores de agua en la pared de roca habitada por una vegetación frondosa y en estos días de un verde exuberante. La pequeña poza y los saltos de agua crean la magia necesaria para quedarte allí quieto, paralizado, contemplando lo que la naturaleza ha creado para aquellos que se arriesgan a subir hasta allí.

Una explosión para tus sentidos. Sería fácil padecer el Síndrome de Stendhal (además de que llegas cansado). Ya puestos a buscar la mejor de las muertes, déjenme que la escoja llegado el caso.

Ⓒ Ricardo de la Casa Pérez – Junio 2021

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