Tiempo de revelaciones

La memoria es, a menudo, testaruda y otras se engalana de duende fanfarrón. Algunos lugares, como las palabras, sonidos o simples imágenes, actúan como disparadores de memoria. Nos retrotraen a vivencias pasadas con una intensidad que fulgura en nuestra mente como mil cálidos soles. Si las dejamos, pueden llegar a calcinarnos, dejándonos yermos y secos.

Las estaciones de trenes, esos lugares de paso, son gatillos fáciles para sentir emociones pasadas. A veces incitan a sombrear una sonrisa en nuestros labios. Otras, tras pronto como llegan, las apartamos de nuestra mente con pesar y algunas se convierten en angustiosas miradas al pasado. En muchas ocasiones perpetúan ausencias. Voces, olores, abrazos y miradas. Pueden ser una tortura infinita y transparente. Un dolor sordo y ciego, sin textura aparente.

Las alforjas de esos recuerdos son una pesada carga invisible que ni te dobla el espinazo, ni te hace sudar, solo languidecer atrapado en un rizo perenne. Te clava puñales en lo más profundo de tu corazón sin extraer una gota de sangre, tampoco te hace exhalar un quejido. 

Puedes quedarte lívido cuando un recuerdo te asalta. Incluso sentir ira desesperada por no poder aprehender aquellas reminiscencias fugaces que, como gotas de agua, se escapan de tus manos y se disuelven de forma definitiva en el rio de la historia. O puedes intentar parar el tiempo a tu alrededor para magnificar esos segundos perdidos.

Puedes escuchar esos latidos que vienen del pasado. Intentar enfrentarte a esa ola gigantesca que arrasa todo a su paso o dejarte mecer como un junco frente al viento e intentar no perderte en el laberinto de tus propias emociones.

En algún momento comprendes algunos de tus actos. Como no bajarte en Sants o en el apeadero de Gracia y seguir hasta Término (uno de los nombres que utilizo la estación de Francia), descubrir que sigue habiendo un secreto compartido que no sabías que existía. Un lazo que se establece entre tu yo infantil, tu yo adolescente, tu yo adulto y tu yo ya vetusto que se encamina de forma apresurada hacia la extinción de tu conciencia como individuo. Percibes con claridad ese vínculo que te encadena en cada uno de tus personas, coexistiendo todas a la vez, todas en el mismo lugar, mezclándose. Viajando de ida y vuelta, constante e interminablemente entre pasado y presente. Atisbando, quizá, algún momento de un futuro incierto que no sabes cómo interpretar.

También las voces, los gritos, los susurros. Caras, risas y carreras entre piernas vestidas de pantalones y faldas Los ruidos metálicos y los silbatos. Las locomotoras y sus ruedas deslizándose. Nubes de vapor. Humanidad en estado puro, sin contaminar.

Olores. Castañas asadas, hierba recién cortada. Sudor rancio, orina, elixir avinagrado, frutas y verduras. Algo de perfume barato y ese olor que lo impregna todo: El cartón de las maletas viejas y usadas. Notas a jabón barato que desprenden aquellos pañuelos, fardells, enormes, a la espalda o en precario equilibrio sobre la cabeza.

Golpes, empujones de gente que ni siquiera se da cuenta de qué existes. Alguien que te coge de la mano para que no te pierdas en el gentío con tu mochila rellena de papel para que parezca que vas cargado como el resto de tu familia, aunque apenas levantas dos palmos del suelo. 

Caminas por los andenes y revives todas y cada una de las experiencias. Superpuestas. Es esa ola gigantesca que arrasa con tu presente. Olvidas el qué, el cómo y el cuándo para sumergirte en ese laberinto de emociones que amenazan con ahogarte, con exprimir lo poco que te queda de racionalidad.

Sabes que puedes perderte y no regresar y en ese momento experimentas un miedo atroz a perder las últimas briznas de tu yo. La imagen se fija, gana nitidez y el anden se vacía de recuerdos. Las viejas locomotoras se transforman. Las marquesinas metálicas con vidrieras parecen recobrar su brillo y el vestíbulo novecentista se vacía de los fantasmas que pululan. Tus otros yo se desvanecen, sin apenas dejar una aureola de su existencia. Una mujer que corre sobre sus bailarinas con una capa que se ondea, dejando un rastro de colores, se sube a un taxi y este arranca. Una línea amarilla infinita se extienda hacia el Parc de la Ciutadella. Los últimos vestigios de los aromas a sandias y melones de los puestos de la calle Comercio se disipan en una atmósfera cada vez más real.

Tengo que confesar que deseo regresar, siempre. Invariablemente de forma íntima y repentina, siento la apremiante necesidad de chutarme una nueva dosis de adrenalina y quedarme colgado en ese universo privado.

Y lo hago.

Soy incapaz de sustraerme a ese alimento del alma. No espero milagros, solo alguna revelación ocasional. Poner algo de luz en algún lugar extraviado que renazca de las cenizas del olvido.

Ahora ya lo sospechan. Regresar a esa hermosa estación es siempre un tiempo de revelaciones.

Ⓒ Ricardo de la Casa Pérez – Diciembre 2023

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